Crónica de Juan Cruz en el periódico El Día (09/07/2017):

Siempre me acuerdo de Ayoze Suárez, librero, un emprendedor nato que ama los libros y que por tanto ha desarrollado, al calor de ellos, la solidaridad de imaginar aventuras que les sirvan a otros.

Hace algún tiempo resucitó, para un concurso que convocó el Cabildo de Tenerife, una magnífica idea que tuvieron Eduardo Westerdahl, el pope canario del surrealismo, y Alberto Sartoris, un arquitecto suizo que tomó contacto con ellos en la estela del mismo movimiento.

Ambos concibieron la posibilidad de crear una residencia para artistas en el norte de Tenerife; buscaron el sitio, incluso, y Sartoris, cuya última visita, hace pocos años, antes de morir, fue a Tenerife, llegó a dibujar esos contornos en los que ambos amigos quisieron situar la casa imaginada.

Ayoze propuso que esa idea se restaurara y sirviera como atracción para artistas de todo el mundo que vinieran a la isla a desarrollar sus obras; irradiarían contactos, salvarían a la isla de ese tenue pero persistente olvido de lo cultural que han tenido durante muchos años en el olvido las conexiones del arte isleño con el mundo.

El joven emprendedor hizo su proyecto, se lo premiaron, pero luego nadie se ocupó de esa idea ni nadie pareció entender que si premias algo no es para guardarlo en los cajones del olvido sino para desarrollarlo, para discutirlo, para animar al emprendedor y para animar el futuro de la isla al menos en ese renglón.

Me vino este recuerdo a la cabeza ahora que he hablado con un joven emprendedor canario, empeñado en mejorar la relación de Tenerife con la cultura y el arte. Ahora no viene al caso hacerme eco de su identidad, pues la conversación que tuvimos fue privada, pero me parece que es un hombre que puede hacer mucho con la idea de Ayoze y con tantas ideas que seguro que anidan en las mentes de muchos que quieren que la isla aproveche su historia cultural para hacer mejor el futuro.

De la historia hablamos. En aquel periodo surrealista de la isla, Westerdahl atesoró un extraordinario museo (posible: pero fue imposible) de obras de arte realizadas por quienes colaboraron en Gaceta de Arte, por amistad con él y con sus compañeros de equipo. Donó esa riqueza al Instituto de Estudios Hispánicos del Puerto de la Cruz; pero esa institución tan voluntariosa no consiguió ayuda, hasta hace muy poco, para exponer tal tesoro, que naturalmente fue siendo diezmado por el propio Westerdahl, harto de que su donación estuviera tan desatendida. Hace unos años el emprendimiento de Nicolás Rodríguez Munzenmeier y de Celestino Hernández consiguieron lugar para algunas de esas obras y constituyeron el Museo Westerdahl del que me vanaglorio como portuense.

Desde Los Realejos a Santa Cruz la isla tiene tesoros así, vivos o mortecinos. Imaginemos una línea que vaya del (posible) Museo de Historia en la tierra realejera de Viera y Clavijo al Museo (posible) de Óscar Dominguez en Tacoronte, pasando por el (¿imposible?) Museo del Surrealismo y Otras Artes Modernas del Puerto de la Cruz (¿en el viejo Colegio de los Agustinos, en la Casa de Iriarte?)… Imaginemos todo eso, imaginemos a artistas visitándonos para trabajar, imaginemos las conexiones de las que siempre es capaz el arte… Imaginando, imaginando estuvimos aquel joven tinerfeño y yo bajo la más impresionante tromba de agua (y de truenos) que ha habido en Madrid desde hace años…

Cuando salí de hablar con él, con la grata impresión de que esas ideas que parecen utopías se pueden hacer, fui por las calles lluviosas en busca de datos para un reportaje, seguí mi vida de todos los días, tras las noticias o las entrevistas, pero de pronto me vino a la cabeza el entusiasmo de Ayoze, que me pareció tan parecido al del joven con el que estuve departiendo.

Relacioné lo que le había escuchado al librero con lo que acababa de escuchar y pensé, desde la fabricación de utopías que uno se forma cuando está lejos de la isla, que los sueños no son siempre tormentas en la cabeza, sino posibilidades en el aire. Basta que haya generosidad para escuchar las ocurrencias