CRÓNICAS JUAN CRUZ RUIZ

Un sabio en la isla

Es fácil ser groupie de José Álvarez Junco, el historiador que inauguró ayer el curso del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias en el Puerto de la Cruz. Es fácil porque siendo quizá el más importante de los académicos españoles, y por tanto un hombre capaz de analizar qué pasó para intuir qué peligros vivimos, resulta un hombre de trato inmediato y sensible. No es, repito, alguien distante y cerebral, incapaz de someterse a las preguntas de los ignorantes con la arrogancia de los que impostan la voz para parecer más sabios.

Es un sabio, punto. Su libro «Mater Dolorosa», que fue premio nacional de Ensayo, es un monumento entre los estudios dedicados al nacimiento y al desarrollo del nacionalismo español; su trabajo sobre Lerroux desvela la forma en que este destacado periodista fanfarrón cubrió gran parte de la vida política española hasta la República; sus contribuciones a la historiografía española son producto de la pasión de su curiosidad. Es una suerte que el Instituto de Estudios Hispánicos lo haya traído a mi pueblo cuando mucho de lo que sucede (y de lo que va a suceder) circula en torno a lo que él sabe más: la historia de los nacionalismos, lo que éstos suponen en la vida española hasta el momento y lo que será de nosotros si no somos capaces de prever sucesos futuros anclando nuestras reflexiones en lo que ya nos pasó.

Como groupie suyo que soy estuve en su última clase como catedrático titular en la Complutense; allí estaba rodeado de jóvenes alumnos que preparaban sus tesis doctorales; era su última clase, antes del verano. Había quince personas, más o menos: peruanos, chinos, vietnamitas, alemanes… Gente muy diversa tratando de entender nuestra propia historia y las historias del siglo XX, desde el nazismo y el fascismo a los comunismos. Antes había almorzado como un monje tibetano rodeado de nuevos y viejos alumnos, o profesores como él; después se volvió a su despacho espartano, como los de los profesores universitarios, y siguió estudiando para explicar como emérito a los que vendrán en su busca. Y vienen muchos en su busca.

En esa tarea de seguirle he estado en su casa, entrevistándolo; es una casa solariega a las afueras de Madrid; la descubrió cuando era un joven profesor que provenía de algunos de sus cursos en Estados Unidos o en Inglaterra; en estos países aprendió, hablando con otros ciudadanos, algunas asignaturas de la política cotidiana. Entre ellas, la del respeto a lo que piensa el otro olvidando una de las lacras principales del pensamiento fascista (que aún nos domina, según él, como herencia del fascismo). Esa lacra es el dogma, la creencia de que aquello que proclamamos y defendemos es la única certeza posible. Pues en esa casa donde le he escuchado reflexionar sobre esas cosas hay árboles que él plantó (cuyos frutos recoge: recogiéndolos por poco se nos mata un día), muros que hizo con sus propias manos, césped que pule como si pintara un cuadro, y nietos que pasean escuchando cómo les cuenta Las mil noches y una noche…

No llega a ser un sabio despistado (aunque para venir a Tenerife, el viernes, llegó cuando ya su avión se había despedido), pero es un sabio, de estos personajes que había que tener en cuenta cada vez que nos llenan la cabeza de teorías indudables. El otro día estuve escuchándolo hablar con su colega (y amigo) Santos Juliá en la Fundación March de Madrid. Santos decía que todo lo que había investigado Junco provenía de lo que el historiador se pregunta sobre el porvenir a partir de lo que ya sucedió. Junco lo explicó: en efecto es así; él llegó a Lerroux tratando de saber por qué aquel caudillo estrafalario alcanzó, desde el populismo, tanto poder; por qué el catolicismo se impuso de tal manera entre nosotros; por qué la guerra civil…

De esas preguntas se ha hecho su conocimiento. Y aún más atrás: de lo que vivió en su juventud (finales de los años 50) nace su curiosidad. Salió al extranjero, con una beca. Leyendo el libro de Gerald Brenan («El laberinto español») supo que en España hubo un importante movimiento anarquista; por una compañera de las primeras clases supo qué era un exiliado, por las mismas circunstancias se enteró de las particularidades del asesinato de Lorca… Esas informaciones fragmentarias sobre el pasado más peligroso de la vida española reciente y la benevolencia intelectual de dos profesores que provenían de la Falange y del régimen (José Antonio Maravall, Luis Díez del Corral) le permitieron indagar más en esas incertidumbres.

Sus reflexiones sobre el Estado (y los peligros que contrae su descrédito y su desmembración), la importancia de la educación laica en la construcción de un país mejor, y otras áreas de su manera de pensar y de trasladar a la escritura su pensamiento lo han convertido en un intelectual riguroso que más de una vez nos ha alertado contra las tentaciones de repetir malas historias por no conocer bien la historia.

En fin, me alegro que haya venido Junco a la isla, y que aquí haya dejado estela de su sabiduría.